LUCIA GRACEY


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Distopía tropical

Tropical Dystopia




Garopaba es un paraíso tropical: playas divididas por cerros verdes, casitas antiguas en la orilla, callecitas de piedra y pescadores venidos hace generaciones desde Azor. Con el tiempo se ha ido superpoblando, y los ricos del sur compran casas gigantes y vistosas que van poco a poco deforestando la vegetación. En verano y en carnaval, las playas se llenan, y hay siempre vendedores ambulantes que pasan con caipiriñas, queso a las brasas, camarones, y choclo. Las personas, bronceadas, disfrutan el día entero tomando latas de cerveza, en reposeras bajo sombrillas de colores, acunados por el ruido constante de la multitud ruidosa, pegados unos a otros en la angosta franja de la arena.

Viví en Garopaba durante la pandemia. Brasil era uno de los peores países en casi todos los números. El presidente decía que el COVID era apenas una gripe y los enfermos se amontonaban en los hospitales, sin respiradores ni camas suficientes. Los cementerios de las ciudades grandes colapsaban, y mientras tanto, en Brasil no había ninguna restricción a nivel nacional. El aislamiento se volvió pura y exclusivamente una cuestión política: las personas que “creían” en la pandemia, se encerraban de forma voluntaria. Pero las reglas no existían, así que quienes lo hacían, a veces tomaban cuidados extremos, tal vez demasiado extremos, controlándose entre sus grupos sociales y a través de redes sociales, con una paranoia colectiva que se basaba casi por entero en el descrédito ajeno. El resto de la población seguía su vida de forma normal, ya fuera porque apoyaban a Bolsonaro, o porque la falta de medidas los obligaba a salir todos los días a trabajar.

Yo estuve en aquel pueblo desde el verano atestado hasta bien entrado el invierno desierto, aislada del barullo lo más posible, en una cabaña en la playa. Las noticias me llegaban por el diario y por amigos que iban perdiendo familiares. No sabía qué hacer con toda la información y salía a caminar. Todo aquello que me rodeaba me resultaba al mismo tiempo hermoso y macabro. Miraba aquel paraíso con los ojos nublados: no había forma de verlo distinto, aquel pueblito pequeño me resultaba el escenario de una distopía tropical. Nadie sabía qué iba a pasar. Yo sacaba fotos. Los días se sucedían interrumpidos, vacíos, a la orilla del mar.